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Entre creencias y normas

Publicado 06-09-2001

Se dice a menudo: la ciencia no conoce fronteras. Antes se decía: la ciencia no tiene patria. Pero los científicos si la tienen, aludiendo a que la práctica de la ciencia, cuando conduce a resultados militar o económicamente aprovechables, podría comprometer la lealtad de la nación propia.
Esas dos aseveraciones deben ser matizadas. La ciencia en su dimensión técnica si conoce fronteras, y muy marcadas. Mucho de lo posible en Bethesda, sede de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, no se puede en Santiago de Chile. Por otra parte, aquellas invenciones rentables en dinero o poder son cauteladas celosamente por los países avanzados. Hay fronteras, y bien netas.
En los asuntos técnicos, elitismo y la reserva son cruciales. Pero las consecuencias de la ciencia no conocen fronteras. Sus aplicaciones se difunden con celeridad, al menos con la celeridad que permiten los mercados. Aún más importantes que las aplicaciones, las consecuencias morales y sociales de los avances científicos cruzan toda clase de fronteras administrativas, políticas o lingüísticas. La información sobre la ética de la clonación llegó a los lectores de periódicos en todo el mundo antes de saber siquiera qué significaba la palabra clonación. Apresurados legisladores y periodistas pontifican sobre las células troncales embrionarias, sin conocer exactamente el alcance de lo que se debate. Sedicentes expertos ofrecen comercializar los nuevos desarrollos científicos y siempre encontrarán alguien que los apoye.
En la lucha de intereses en torno a la ciencia, la técnica y sus consecuencias morales y sociales, éstas, a menudo anticipables por los expertos, se presentan al público en general sólo bajo el signo de lo espectacular, lo escandaloso o temible. Su discusión se ve enturbiada por la ignorancia, los prejuicios o la soberbia de los que creen saber más. En la vida de las personas, los comportamientos suelen estar determinados por creencias, normas o hechos. Mas estos últimos, los hechos, para ser interpretados, requieren conocimientos habitualmente fuera de lo corriente. La especialización es una barrera que ayuda para la comprensión de los datos científicos, de modo que, al final, son creencias y normas las que determinan el comportamiento; no el raciocinio ni el debate.
De allí surge la pregunta sobre dónde y cómo debieran ser debatidas las cuestiones morales que plantean las ciencias y las técnicas. A menudo, suelen serlo en la prensa, en la cual personeros y personajes vocean sus creencias, ideologías y prejuicios. A veces llegan al Parlamento, recubriéndose la discusión de connotaciones contingentes y de concesiones al juego político que promueve intercambio de consensos. Las instituciones académicas suelen seguir sus propios derroteros y sus particulares agendas de trabajo, a veces inapropiadas para responder con la ecuanimidad y amplitud que las materias requieren. Los tribunales de justicia dictaminan basándose en códigos y criterios que no siempre anticipan los desafíos que presentan las tecnociencias.
Se impone una sencilla conclusión: la deliberación moral en materias que afectan a toda la comunidad – que por su naturaleza son una mezcla de saber técnico específico y contrastación de normas y creencias – no está bien servida ni n la prensa, ni en el Parlamento, ni en los tribunales ni en una institución académica particular. Demanda un cuerpo consultivo amplio, con participación de expertos y no expertos, de creyentes y no creyentes, de hombres y de mujeres. Esto es, un grupo cuyas deliberaciones no estén lastradas por intereses inmediatos de lucro, consenso político, interpretación jurídica ni por prestigio académico. Un cuerpo, en suma, que como un acuario, recoja y resuma el mar de la sociedad mayor, que pueda expresarse sin urgencias inapropiadas, anticipar desafíos más que reaccionar a decisiones, promover debates en lugar de imponer dogmas y, especialmente, proporcionar el espacio en el cual la ciudadanía pueda manifestarse. Tal ha sido en algunos países, el sentido y cometido de comisiones nacionales de bioética, cuyo papel asesor del Estado les permite independencia y legitimidad, y cuyo trabajo consiste en contribuir a la cultura compleja, que es, como decía Machado, conciencia vigilante.
Muchos debates que en nuestro país se reducen a asunto de dogma, sentencia, espectáculo, escándalo o prestigio académico debieran ser, en verdad, tema de diálogo , que es la herramienta social de la participación corporizada en instituciones sociales amplias. Urge, por ende, que las autoridades pertinentes, previo análisis de las circunstancias propias de la nación, aceleren la creación de una comisión nacional de bioética, que dé sentido y justas dimensiones a los numerosos dilemas que se aproximan.

Fernando Lolas Stepke
El Mercurio 06 de septiembre de 2001
Página A 2.

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